OPCIÓN #3. Arte para
la igualdad.
GIRO A LA IZQUIERDA
El día había amanecido como cualquier otro… La luz de la
mañana se colaba por entre las cortinas y algún pajarillo madrugador piaba en
la arboleda bajo su balcón.
Y por un momento, por un solo momento, se permite pensar en
que todo era igual que antes. Que aún tenía piernas, que aún miraba el mundo
desde su metro ochenta, que aún podía correr para tomar el tranvía…
Pero luego llega el choque de realidad con la fuerza de una
losa cayéndole sobre el pecho, y mira la silla de ruedas junto a su cama.
Acontece entonces la rutina mil veces repetida: incorporarse en la cama, colocar
una pierna, colocar la otra, agarrar la silla, verificar que tuviera puesto el
freno, moverse a la silla, colocar una pierna, colocar la otra, chocarse por
enésima vez con la estúpida cómoda del salón, e ir al baño, para repetir después
la misma historia en el inodoro y en el taburete de la ducha. Agarraderas,
tiene que instalarlas ya o un día se dejará los dientes en el plato de ducha.
Y cuando por fin ya está aseado y vestido, secretamente
satisfecho de que hoy los dioses le hubieran sonreído porque solamente se había quemado una vez
mientras preparaba un potaje de garbanzos (¿de verdad que se necesitaba tanta
burocracia para pedir un permiso de obra y romper un par de bloques y bajar la
altura de los fogones y la encimera?), el cartelito de las narices en la puerta
del ascensor parece burlarse de él…
¿En serio?
Pues sí.
¡Otro día en casa!
Sin calle, sin súper, sin farmacia… En casa, a solas consigo
mismo…
GIRO A LA DERECHA
El día había amanecido como cualquier otro… La luz de la
mañana se colaba por entre las cortinas y algún pajarillo madrugador piaba en
la arboleda bajo su balcón.
Y por un momento, por un solo momento, se permite pensar en
que todo era igual que antes. Que aún tenía piernas, que aún miraba el mundo
desde su metro ochenta, que aún podía correr para tomar el tranvía… Pero hoy
tiene partido de baloncesto con los chicos, así que más le valía ponerse en
marcha...
Así que espanta el choque de realidad —ahora no, muchas
gracias—, y mira la silla de ruedas junto a su cama. Acontece entonces la
rutina mil veces repetida: incorporarse en la cama, colocar una pierna, colocar
la otra, agarrar la silla, verificar que tuviera puesto el freno, moverse a la
silla, colocar una pierna, colocar la otra, e ir al baño, para repetir después
la misma historia en el inodoro y en el taburete de la ducha. Benditas
agarraderas, cuántas veces lo habían salvado de dejarse los dientes en el plato
de ducha.
Y cuando por fin ya está aseado y vestido, lava la loza
sucia y pasa el paño por la encimera reformada, se siente secretamente
satisfecho de que el potaje de garbanzos le hubiera quedado exactamente igual
al de su madre. Ah, pero el cartelito de las narices en la puerta del ascensor
parece burlarse de él…
¿En serio?
Pues va a ser que no.
Entonces Juan saca el teléfono y llama a los chicos de la
asociación. Tendrá que esperar un poco, pero no le importa. Lo cargan en andas
escalera abajo y se despiden llamándolo por su nombre. La calle se abre más o
menos diáfana ante él y Juan no puede evitar inhalar con fuerza el aire que
sabe a primavera. Tiene mil cosas que hacer, así que rueda calle adelante. Siempre
hay bordillos insalvables o coches obstaculizando las rampas, pero Juan no se
deja desanimar y llega por fin a la farmacia. Es su farmacia favorita, la
verdad. Después, el súper, de pasillos anchos y con entrega a domicilio, sí,
sí, muy bien, ¿pero tienen que poner los estantes tan altos? El tranvía está
lleno, y requiere cierta generosa paciencia por su parte llegar al espacio
reservado y atarse el cinturón de seguridad. Es bastante incómodo, la forma en
que la gente se aparta y evita mirarlo a los ojos. O peor aún es cuando no lo
hacen y solo ve la lástima en ellos…
Él sigue siendo él.
A pesar de todo el progreso, sigue habiendo barreras,
físicas, sociales y culturales, y aunque el
mundo puede ser aterrador en ocasiones, cada pequeño gran cambio, cada pequeña
victoria de la accesibilidad, supone una revolución que se extiende como las
ondas de un estanque.